Las sombras se alimentan también

Hacía mucho mucho tiempo, tanto que ya no recordaba, una niña o una anciana se hallaba vagando por la Tierra en uno de sus tantos viajes interminables.

Dos de sus pergaminos habían muerto a causa de la pudrición que los consumía. Muchos nombres se perdieron y un tercer pergamino se pudría con asombrosa rapidez. Le dolía que aquello sucediese pues, a pesar de sus largos años de existencia, ya había sido testigo de pérdidas semejantes. No dejaba de sorprenderse todavía, ni siquiera de sentir miedo.

Sin embargo, aquel día, no era miedo lo que sentía precisamente sino un ansiedad que nacía en su bajo vientre y se extendía por todo su cuerpo. No sabía a dónde ir, ni siquiera cuándo. Mucho menos si debía seguir. ¿Cuál era la razón de hacerlo? ¿Qué la esperaba al otro lado?


Se había detenido a reflexionar sobre aquello al lado de un pozo vacío. Recordaba muy bien todo lo que representaba. Recordaba con claridad que su nacimiento, aunque lo parecía, no era una bendición. ¿De qué le servía vivir eternamente sin tener más razones para hacerlo que el de cuidar de aquellos documentos? No era nada y ella lo sabía. Incluso los cascarones de los polluelos podrían servir aún luego de haber sido abandonados. ¡Incluso conservaron la vida en su interior alguna vez! ¿Pero qué podría decir ella de sí misma?

Aquella ansiedad, aquella duda, subió al fin a su garganta hasta hacerla llorar con la misma energía con la que leía a veces la vida de alguien: con afán, con la necesidad de respirar las letras con la misma fuerza de sus pulmones. Lloró y lloró hasta que el cielo la dejó en sombras, hasta que la luz disipó la oscuridad, hasta que los murciélagos salieron de sus escondites, hasta que las aves volvieron a construir sus nidos, hasta que los grillos cantaron, hasta que las flores despertasen ante el rocío.

Se había quedado ya sin aire, desmadejada sobre la hierba como carne a punto de morir y vaya que si seguía así terminaría muriendo de nuevo. No podía ser tan irresponsable, no en esa época. ¿Algún día encontraría algo más que aquella misión tan ingrata? ¿Podría conocer más de lo que ya había visto? ¿Podría siquiera ir en contra de lo que debía hacer? ¿Sería capaz de ello? Y aunque así fuese, ¿qué necesitaba? ¿Qué era lo que le faltaba? ¿Por qué se sentía así, como una veleta sin viento? No lo sabía. No lo sabía y aún así se levantó del suelo para continuar con su camino.

Si hubiese sido una humana más, habría deseado ser feliz. Habría dejado caer una moneda en el interior de aquel pozo y esperaría como una niña el momento de recibir su regalo. Más no lo era. Dejó sus lágrimas atrás así como la moneda. Se sentía sucia y vacía, pero debía conseguir comida y estabilizarse si quería seguir adelante.

Aquel día, hacía mucho mucho tiempo, una mañana que ya no recordaba pues era tan simple como las que le siguieron, había sido asaltada por el dolor y por algo que no lograba discernir más allá de lo primero. Estos nadaron en sus lágrimas como la arena en el mar, hasta acumularse y dar vida a un impulso que podría llevarla por un camino o por otro, que podía absorberla por completo o simplemente quedarse dentro de sí hasta el próximo momento de abandonarse.

Aquella sombra sin nombre se asomó por el charco, tomando la moneda que reafirmaba su existencia. Ya no era una simple idea o sensación. No era una duda ni tampoco una ansiedad que se movía entre ambas bilis humóricas. Vivía, podía moverse, ver lo que la rodeaba, alimentarse… ¿Quién diría que la Vida fue la primera en alimentar a la sombra y llevarla al fin a la luz?

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